Estando a cuatrocientos kilómetros del mar rojo los
sentimientos cuestan más.
En ocasiones las floridas camisas de esos incansables
guiris me recuerdan a los campos que tú y yo visitábamos cerca de ese océano.
Quizás mi mente me juegue malas pasadas, quizás nunca existió un tú y yo, pero
el nosotros estaba latente. No quería estropear la amistad que teníamos, tú
tampoco lo querías. Y eso hizo que marchitasen esos campos.
En ocasiones pienso que follar con desconocidos me hace
sentir libre, qué más dará quién seas. Me recreo con
canela en los labios, hasta que alguien me diga “ricos labios que me llevan,
eres un dulce néctar”. Tú.
¿Podrá ser cierto que si miras fijamente a la silla, ella te
sonríe y te acoge entre sus cuatro débiles piernas? Si es así, yo quiero ser tu
asiento, el lugar donde, derrotado, descanse tu frágil corazón.
Busco incansablemente tu cara en la de los demás, sus manos me hacen gritar tu nombre.
Ocho bostezos separan la vida de la muerte del alma. El alma que viajando por mundos inimaginables intenta alcanzar el summun, el placer que toda persona cree tener cuando encuentra a "alguien". Pero esa sensación es el simple orgasmo que dura cinco segundos. Que buscamos amor solamente para conseguir sexo, que tenemos sexo para conseguir amor.
Catastróficamente hablamos de nuestras quietudes para que "el otro" nos mire con deseo, nos desnude y nos haga sentir vivas (vivos). Tanta parafernalia para nada.
El amor romántico que las películas muestran son tan reales como que el tabaco no es cancerígeno ni el alcohol apuñala el hígado. Pero los necesitamos para sentirnos superiores y decirle al mundo: "eh tú, me importa una mierda lo que opines, SOY LIBRE DE HACER LO QUE QUIERA". Pobres cuitados, no sabemos nada de la vida.
Y en un abrir y cerrar de ojos el agujero de mi estómago se ensanchó y liberó la imagen de tus azules ojos, para no regresar y para dejarme acuosa, celulosa, nublosa.
Estando a cuatrocientos kilómetros del mar negro mis artificiosas sonrisas están mejor sin ti.